martes, 6 de diciembre de 2011

LECTURA PARA EXAMEN FINAL

EL CONTROL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
NOAM CHOMSKY
Publicado en www.rebelion.org


El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.

Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Primeros apuntes históricos de la propaganda

Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

Entre los que participaron activa y entusiastamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey. Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

La democracia del espectador

Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como: Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegernos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.

Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.

Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada pueden venir y decir: Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición para elegir.

Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.

Relaciones públicas

Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.

Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.

Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.

La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía y atentan contra el orgullo de América, y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también: método científico para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.

De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de Iowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión. La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como “Apoyad a nuestras tropas” es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en torno a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas.

Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se puede hacer.

Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.

Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos re montamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la democracia.

Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.

Fabricación de la opinión

También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar que se trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.

Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.

El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.

Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de él como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.

La representación como realidad

También es preciso falsificar totalmente la historia. Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas, para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos haciendo en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los peores monstruos y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del Vietnam se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada gente, incluidos gran número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas, comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo había que poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del Sur, se debía a que estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que allí no había nadie más. Es lo que los intelectuales kenedianos denominaban defensa contra la agresión interna en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre otros. Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si se tiene el control absoluto de los medios de comunicación y el sistema educativo y la intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier política. Un indicio de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado a cabo en la Universidad de Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la crisis del Golfo Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se manifestaban mientras se veía la televisión. Una de las preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula usted que hubo durante la guerra del Vietnam? La respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000, mientras que las cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales probablemente sean de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio formulaban a continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la cultura política alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos murieron en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta quedaba sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras desviaciones democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios y demostró ser cierto en todos los terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o Centroamérica. El cuadro del mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima relación con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha producido en condiciones de libertad. No es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos logros son un fruto conseguido sin violar la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos que son importantes para todos aquellos que se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en el que viven.

La cultura disidente

A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió, y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de los sesenta. Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo, no hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años después de que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam del Sur. En los inicios de su andadura era un reducido movimiento contestatario, formado en su mayor parte por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia principios de los setenta ya había cambiado de forma notable. Habían surgido movimientos populares importantes: los ecologistas, las feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo e importante al menos en la historia de América y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que estos eran movimientos que no sólo protestaban sino que se implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían por alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias predominantes en la opinión pública americana. Y a partir de ahí se marcaron diferencias, de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo de actividades durante algunos años ha de saberlo perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de conferencias que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias del país —la Georgia central, el Kentucky rural— no las podría haber pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista, ante una audiencia formada por los elementos más activos de dicho movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y hay una especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse.

A pesar de toda la propaganda y de todos los intentos por controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior constituye un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo una capacidad y una buena disposición para pensar las cosas con el máximo detenimiento. Ha crecido el escepticismo acerca del poder.

Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento, quizá incluso frío, pero perceptible e importante, al margen de si acaba siendo o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa en los aconteceres del mundo. Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en relación con el género. A principios de la década de 1960 las actitudes de hombres y mujeres eran aproximadamente las mismas en asuntos como las virtudes castrenses, igual que lo eran las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Por entonces, nadie, ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas posturas, dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba que la utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí estaba justificada. Pero con el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas inhibiciones han experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido un desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y que según los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues que las mujeres han formado un tipo de movimiento popular semi organizado, el movimiento feminista, que ha ejercido una influencia decisiva, ya que, por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta de que no estaban solas, de que había otras con quienes compartir las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden apuntalar los pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones e ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo informales, sin carácter militante, basados más bien en una disposición del ánimo en favor de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al televisor, pueden aparecer estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible.

Desfile de enemigos

En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra que viene, porque a veces es más útil estar preparado para lo que puede venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre. En la actualidad se está produciendo en los Estados Unidos —y no es el primer país en que esto sucede— un proceso muy característico. En el ámbito interno, hay problemas económicos y sociales crecientes que pueden devenir en catástrofes, y no parece haber nadie, de entre los que detentan el poder, que tenga intención alguna de prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas de las distintas administraciones durante los últimos diez años no se observa ninguna propuesta seria sobre lo que hay que hacer para resolver los importantes problemas relativos a la salud, la educación, los que no tienen hogar, los parados, el índice de criminalidad, la delincuencia creciente que afecta a amplias capas de la población, las cárceles, el deterioro de los barrios periféricos, es decir, la colección completa de problemas conocidos. Todos conocemos la situación, y sabemos que está empeorando. Solo en los dos años que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda externa creció progresivamente, los estándares educativos experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo absolutamente nada para remediarlo. En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría no gustarle, porque es quien recibe directamente las consecuencias de lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con la final de Copa o los culebrones no sea suficiente y haya que avivar en él el miedo a los enemigos. En los años treinta Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a los gitanos: había que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros también tenemos nuestros métodos. A lo largo de la última década, cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo de primera línea del que hay que defenderse. Antes los que estaban más a mano eran los rusos, de modo que había que estar siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa. De hecho, la gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido incapaz de expresar con claridad hacia dónde estábamos siendo impulsados, ya que hasta mediados de los años ochenta, cuando andábamos despistados se nos ponía constantemente el mismo disco: que vienen los rusos. Pero al perderlos como encarnación del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo el aparato de relaciones públicas reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush, se empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Saddam Hussein, el nuevo Hitler que iba a conquistar el mundo. Han tenido que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población, aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando cualquier iniciativa del poder. Así se han podido alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá, o algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes de siquiera tomarse la molestia de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el último momento.

Tenemos así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una agresión.

Cuando se trata de construir un monstruo fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.

Percepción selectiva

Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era «una descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el «infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es lo que apareció en el Washington Post y el New York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —descrito como un «matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano», según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia. En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así es como están las cosas.

La historia que viene ahora también ocurría en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas. Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe —160 páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de trabajo multi confesional Marin County) se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo. Creo que como mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el San Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos y ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.

Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber salvado su vida.

Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación siguiente.

Sólo algunas consideraciones sobre lo último que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión y las atrocidades de Saddam Hussein —que tampoco son de carácter extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que los ejemplos son totalmente apropiados.

Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que también se utiliza como base para atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por dos tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.

La guerra del Golfo

Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el uso de la fuerza contra Irak se debe a que América observa realmente el principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también aplicables a la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular de la propaganda.

Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia. Por ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Irak. En su mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y disposición para expresarlas. Pues bien, cuando Saddam Hussein era todavía el amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un parlamento democrático en Irak. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.

A partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente se inició el enfrentamiento con Saddam Hussein después de haber sido su más firme apoyo durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión? Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano. Están contra Saddam Hussein y contra la intervención bélica en Irak. No quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les silencia por completo.

Lo descrito en los párrafos anteriores ha constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo cual es todavía más interesante. Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.

Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había que detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden obtener ningún premio por su agresión y que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos, pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte años de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia discreta para acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.

Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del mismo modo que nadie se molestó en señalar la conclusión que se seguía de todo ello: que no había razón alguna para la guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos ante el sello característico de una cultura totalitaria. Algo sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país sea tan dictatorial que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.

Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados de enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena ABC revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si Irak aceptara retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara la resolución del conflicto árabe-israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor. Lo mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de forma que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios de los americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida. Cabe presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa nadie había dicho en ningún momento que aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy claras, es decir, hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir, de cualquier relación diplomática, por lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse a las soluciones pacíficas que pudieran evitar la guerra. Si intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockburn en Los Angeles Times, en la que este se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la encuesta.

Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que hubieran sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también que sabían que la pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Irak había hecho precisamente la oferta señalada, y que esta había sido dada a conocer por el alto mando del ejército americano justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se había difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el conflicto árabe-israelí y el de las armas de destrucción masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían estado rechazando esta negociación desde mucho antes de la invasión de Kuwait) Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba realmente encima de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad repeler la agresión. Si suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias conjeturas. Personalmente doy por sentado que los dos tercios mencionados se habrían convertido, casi con toda probabilidad, en el 98% de la población. Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había ni una sola persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello, fue posible seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición. Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros, acerca de si las sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían dado resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones que justifiquen las propuestas iraquíes de retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor estadounidense, que las consideraba serias y negociables. Así la pregunta que hay que hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población en general, la oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no aparecieran como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente del Comité Nacional Republicano decir que si hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía no habría sido liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará y dirá que si hubiera sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes. Hubo entonces oportunidades que se podían haber aprovechado para hacer que la liberación se produjera sin que fuera necesaria la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica. Ningún demócrata dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si acaso con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal que se puede considerar prácticamente inexistente.

Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y otra vez estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona un buen sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por qué no? Después de todo, los argumentos de Saddam Hussein eran tan válidos como los de George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo? Tomemos el ejemplo del Líbano. Saddam Hussein dice que rechaza que Israel se anexione el sur del país, de la misma forma que reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado repetidamente por unanimidad el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo el país y todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Saddam Hussein haya leído los informes de Amnistía Internacional sobre las atrocidades cometidas por el ejército israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón sufre. No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece en el caso del Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.

Este argumento nos suena. La única diferencia entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está en que Saddam Hussein podía decir, sin temor a equivocarse, que las sanciones y las negociaciones no se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos lo impiden. George Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece que sí funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían resultado: en vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano, diciendo de manera explícita que en ningún momento iba a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo esto? No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es algo que, de nuevo, un adolescente que sepa las cuatro reglas puede resolver en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas, llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria bien llevada, y demuestra que la fabricación del consenso sí funciona.

Solo otro comentario sobre esto último. Podríamos poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos, de momento, que efectivamente Saddam Hussein es un monstruo que quiere conquistar el mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados Unidos—. No es de extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le martilleaban el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo; ahora es el momento de pararle los pies. Pero, ¿cómo pudo Saddam Hussein llegar a ser tan poderoso? Irak es un país del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial. Libró durante ocho años una guerra terrible contra Irán, país que en la fase posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte de su fuerza militar. Irak, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa, los países árabes más importantes y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado para conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho? La clave del asunto está en que era un país del Tercer Mundo y su ejército estaba formado por campesinos, y en que —como ahora se reconoce— hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones, de las armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.

Fíjense que todo ocurrió exactamente un año después de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si vamos a eso, era un gángster de tres al cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean Saddam Hussein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de baja estofa que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros colegas les daban una aureola de atracción. Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba a destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle, matando a un par de cientos, quizás a un par de miles, de personas. Devolver el poder a la minúscula oligarquía blanca —en torno al 8% de la población— y hacer que el ejército estadounidense controlara todos los niveles del sistema político. Y había que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos a nosotros mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo con Saddam Hussein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que pasaba y por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para encontrar alguna palabra al respecto.

Démonos cuenta de que todo esto no es tan distinto de lo que hacía la Comisión Creel cuando convirtió a una población pacífica en una masa histérica y delirante que quería matar a todos los alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a los niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas son más sofisticadas, por la televisión y las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene a ser lo mismo de siempre.

Creo que la cuestión central, volviendo a mi comentario original, no es simplemente la manipulación informativa, sino algo de dimensiones mucho mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad libre o bajo lo que viene a ser una forma de totalitarismo auto impuesto, en el que el rebaño desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido, amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes patrióticos, e imbuido de un temor reverencial hacia el líder que le salva de la destrucción, mientras que las masas que han alcanzado un nivel cultural superior marchan a toque de corneta repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del propio país, acaban degradados. Parece que la única alternativa esté en servir a un estado mercenario ejecutor, con la esperanza añadida que otros vayan a pagarnos el favor de que les estemos destrozando el mundo. Estas son las opciones a las que hay que hacer frente. Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Segunda lectura del tercer módulo

Contra el rebaño digital

Publicamos el comienzo del libro-manifiesto de Jaron Lanier que ha incendiado la Red

Publicado el 16/11/2011 El Mundo/ España

Adelantamos las primeras páginas de Contra el rebaño digital (Debate, 2011), el libro-manifiesto de Jaron Lanier que ataca las que denuncia como tendencias inhumanas y totalitarias de la web 2.0.

El lenguaje es el espejo del alma;

la manera en que un hombre habla, así es él.

Publio Sirio


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Personas desaparecidas

El software expresa ideas sobre todos los temas, desde la naturaleza de una nota musical hasta la naturaleza de las personas. Además, está sujeto a un proceso extraordinariamente rígido de lock-in, de «anclaje». Por lo tanto, las ideas (en el presente, cuando el software mueve cada vez más los asuntos humanos) se han vuelto más proclives a quedar sujetas al anclaje que en épocas anteriores. La mayor parte de las ideas ancladas hasta la fecha no son tan malas, pero algunas de las ideas que se han dado en llamar «web 2.0» son trastos inútiles, así que deberíamos rechazarlas mientras estamos a tiempo.

Los fragmentos no son persona.

En torno al arranque del siglo xxi algo empezó a salir mal en la revolución digital. La red se vio inundada de diseños intrascendentes llamados a veces web 2.0. Esta ideología promueve la libertad radical en la superficie de la red, pero, irónicamente, esa libertad va más dirigida a las máquinas que a las personas. No obstante, a veces se alude a ella como «cultura abierta».

Los comentarios anónimos en blogs, los vídeos de bromas insustanciales y los popurrís intrascendentes pueden parecer triviales e inofensivos, pero, en conjunto, esa forma de comunicación fragmentaria e impersonal ha degradado la interacción interpersonal.

Ahora la comunicación suele experimentarse como un fenómeno sobrehumano que se eleva por encima de los individuos. Una nueva generación ha llegado a la mayoría de edad con una expectativa limitada de lo que una persona puede ser y de aquello en lo que cada persona puede llegar a convertirse.

Lo más importante de una tecnología es cómo cambia a las personas

Cuando trabajo con gadgets digitales experimentales, como las nuevas versiones de realidad virtual, en un entorno de laboratorio, eso siempre me recuerda cómo los pequeños cambios en los detalles de un diseño digital pueden tener efectos profundos e imprevistos en la experiencia de los humanos que interactúan con él. El más mínimo cambio en algo tan trivial en apariencia como la facilidad de uso de un botón a veces puede alterar por completo las pautas de comportamiento.

Por ejemplo, el investigador de la Universidad de Stanford Jeremy Bailenson ha demostrado que el hecho de cambiar la altura del avatar de una persona en una realidad virtual inmersiva transforma su autoestima y la percepción social de uno mismo. La tecnología es una extensión de nosotros mismos y, al igual que los avatares del laboratorio de Jeremy, nuestras identidades pueden ser alteradas por los caprichos de los gadgets. Es imposible trabajar con tecnología de la información sin involucrarse al mismo tiempo con la ingeniería social.

Uno puede preguntarse: «Si bloggeo, twitteo y wikeo todo el tiempo, ¿cómo afecta a eso que soy?» o «Si la mente colmena es mi público, ¿quién soy yo?». Nosotros, los inventores de tecnologías digitales somos como comediantes de stand up o neurocirujanos en el sentido de que nuestro trabajo se hace eco de profundas cuestiones filosóficas; por desgracia, últimamente hemos demostrado ser malos filósofos.

Cuando los desarrolladores de tecnologías digitales diseñan un programa que te pide que interactúes con un ordenador como si fuera una persona, lo que están haciendo al mismo tiempo es pedirte que aceptes en lo más recóndito de tu cerebro que tú también podrías ser concebido como un programa. Cuando diseñan un servicio de internet editado por una masa anónima enorme, están dando a entender que una masa arbitraria de humanos es un organismo con un punto de vista legítimo.

Distintos diseños estimulan distintos potenciales de la naturaleza humana. Nuestros esfuerzos no deberían estar dirigidos a lograr que la mentalidad de rebaño sea lo más eficiente posible. En cambio, sí deberíamos tratar de inspirar el fenómeno de la inteligencia individual.

«¿Qué es una persona?» Si supiera la respuesta, podría programar una persona artificial en un ordenador. Pero no puedo. Una persona no es una fórmula fácil, sino una aventura, un misterio, un salto hacia la fe.

Optimismo

Sería duro para cualquiera, y ni qué decir para un tecnólogo, levantarse cada mañana sin fe en que el futuro puede ser mejor que el pasado.

En los años ochenta, cuando internet solo estaba al alcance de un pequeño número de pioneros, solía enfrentarme con personas que tenían miedo de que esas tecnologías extrañas en las que yo estaba trabajando, como la realidad virtual, desataran los demonios de la naturaleza humana. Por ejemplo, ¿la gente se volvería adicta a la realidad virtual como si se tratara de una droga? ¿Se quedarían atrapados en ella, incapaces de volver al mundo físico donde vivimos el resto de las personas? Algunas de esas preguntas eran tontas y otras, clarividentes.

Cómo influye la política en la tecnología de la información

En aquel entonces yo formaba parte de una alegre banda de idealistas. Si en los años ochenta hubieras quedado para comer conmigo y con John Perry Barlow, que se convertiría en cofundador de la fundación Electronic Frontier, o con Kevin Kelly, que terminaría siendo el editor fundador de la revista Wired, nos habrías escuchado dando vueltas en torno a todas esas ideas. Los ideales son importantes en el mundo de la tecnología, pero el mecanismo a través del cual influyen en los acontecimientos es distinto que en el resto de las esferas de la vida. Los tecnólogos no usamos la persuasión para influir sobre los demás; o al menos no lo hacemos demasiado bien. Entre nosotros hay unos pocos comunicadores de nivel (como Steve Jobs), pero la mayoría no somos especialmente persuasivos.

Nosotros desarrollamos extensiones de tu existencia, como ojos y oídos a distancia (webcams y teléfonos móviles) y una memoria ampliada (el mundo de datos que se pueden consultar en la red). Esos elementos se convierten en las estructuras mediante las que te conectas con el mundo y con otras personas. Esas estructuras, a su vez, pueden cambiar tu concepción de ti mismo y del mundo. Jugueteamos con tu fi losofía manipulando tu experiencia cognitiva directamente, no de forma indirecta a través de la discusión. Basta con un pequeño grupo de ingenieros para crear una tecnología que moldee el futuro de la experiencia humana a velocidad increíble. Por lo tanto, antes de que se diseñen esas manipulaciones directas, desarrolladores y usuarios deberían mantener una discusión crucial acerca de cómo construir una relación humana con la tecnología. Este libro trata de esas discusiones.

El diseño de la red tal como la conocemos hoy día no era inevitable. A principios de los noventa había decenas de intentos creíbles en pos de un diseño capaz de presentar la información digital en red de una manera más popular. Compañías como General Magic y Xanadu diseñaron proyectos alternativos con cualidades fundamentalmente distintas que no llegaron a buen puerto.

Una sola persona, Tim Berners-Lee, vino a crear el diseño particular de la red tal como la conocemos hoy. Tal como fue presentado, el diseño de la red era minimalista, en el sentido de que presumía lo menos posible sobre cómo sería una página web. Además, era abierto, pues la arquitectura no daba preferencia a ninguna página por encima de otra, y todas las páginas eran accesibles a todos. También hacía hincapié en la responsabilidad, ya que solo el propietario de un sitio web era capaz de garantizar que su sitio estuviera disponible.

La motivación inicial de Berners-Lee era dar servicio a una comunidad de físicos, no a todo el mundo. Aun así, los primeros usuarios adoptaron el diseño de la red en un ambiente muy influido por discusiones de tono idealista. En el período anterior al nacimiento de la red, las ideas en juego eran radicalmente optimistas y adquirieron fuerza en la comunidad, y luego en el mundo en general.

Puesto que al crear tecnologías de la información inventamos muchas cosas de la nada, ¿cómo decidimos cuáles son mejores? La libertad radical que hallamos en los sistemas digitales plantea un reto moral desconcertante. Lo inventamos todo, entonces, ¿qué es lo que vamos a inventar? Por desgracia, ese dilema -el de tener tanta libertad- es ilusorio.

A medida que un programa aumenta en tamaño y complejidad, el software puede convertirse en una maraña cruel. Cuando intervienen otros programadores, puede resultar un laberinto. Si uno es lo bastante listo, puede crear un programa pequeño desde cero, pero se requiere mucho esfuerzo (y algo más que un poco de suerte) para modificar con éxito un programa grande, sobre todo si otros programas dependen de él. Incluso los mejores equipos de expertos en desarrollo de software se topan periódicamente con montones de disyuntivas y problemas de diseño.

Es encantador desarrollar programas pequeños en soledad, pero el proceso de mantener un software a gran escala siempre resulta deprimente. Por eso, la tecnología digital sume a la psique del programador en una especie de esquizofrenia. Se produce una confusión constante entre los ordenadores reales y los ordenadores ideales.

A los tecnólogos les gustaría que todos los programas se comportaran como un nuevo programa pequeño y divertido, y están dispuestos a utilizar cualquier estrategia psicológica a su alcance para evitar pensar en los ordenadores de forma realista.

El carácter precario de los programas informáticos en desarrollo puede hacer que algunos diseños digitales queden congelados por un proceso conocido como lock in, o anclaje.Esto ocurre cuando se diseñan muchos programas de software para que trabajen con uno ya existente. Modificar de forma significativa un software cuando muchos otros programas dependen de él es el proceso más difícil de llevar a cabo. Por eso casi nunca se hace.

De vez en cuando aparece un paraíso digital

Un día a principios de los ochenta, un diseñador de sintetizadores musicales llamado Dave Smith inventó sin darle demasiada importancia una forma de representar las notas musicales. Se la llamó MIDI. Su enfoque concebía la música desde el punto de vista de quien toca un teclado. MIDI estaba compuesto de patrones digitales que representaban acciones del teclado como «pulsar tecla» y «soltar tecla».

Eso significaba que no podía describir las expresiones sinuosas y fugaces que puede lograr un cantante o un saxofonista. Solo podía describir el mundo en mosaico del teclista, no el mundo en acuarela del violín. Pero MIDI no tenía por qué preocuparse por todas las variedades de la expresión musical, pues Dave solo quería conectar varios sintetizadores entre sí para poder disponer de una paleta mayor de sonidos mientras tocaba un solo teclado.

A pesar de sus limitaciones, MIDI se convirtió en el sistema estándar para representar la música en un software. Se diseñaron programas musicales y sintetizadores para trabajar con él, y rápidamente se hizo poco práctico cambiar o deshacerse de todo aquel software y hardware inicial. MIDI se afianzó y, a pesar de los esfuerzos hercúleos por parte de una serie de poderosas organizaciones comerciales, académicas y profesionales de todo el mundo que buscaron renovarlo a lo largo de varias décadas, hoy sigue vigente sin cambio alguno.

Por supuesto, la cuestión de los estándares y su inevitable falta de capacidad predictiva plantearon un incordio aun antes de la llegada de los ordenadores. Sirva de ejemplo el ancho de vía, las dimensiones de la vía de tren. El metro de Londres fue diseñado con vías estrechas y túneles también estrechos que no permiten instalar aire acondicionado en varias líneas porque no hay espacio para ventilar el aire caliente de los trenes. De ese modo, decenas de miles de habitantes de una de las ciudades más ricas del mundo se ven obligados hoy a viajar asfixiados de calor debido a una decisión inflexible de diseño tomada hace más de cien años.

Pero el software es peor que las vías, pues siempre está obligado a adaptarse con absoluta perfección a una confusión infinitamente concreta, arbitraria, compleja e inextricable. Los requisitos en materia de ingeniería son tan estrictos y perversos que adaptarse a estándares cambiantes puede suponer una lucha interminable. De modo que si en el mundo de las vías de ferrocarril el anclaje puede resultar una especie de gángster, en el mundo digital es un tirano absoluto.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Lecturas para el tercer módulo.

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Leer también este artículo.

Jóvenes: comunicación e identidad
Jesús Martín Barbero

“En nuestras barriadas populares urbanas tenemos camadas enteras de jóvenes cuyas cabezas dan cabida a la magia y a la hechicería, a las culpas cristianas y a intolerancia piadosa, lo mismo que a utópicos sueños de igualdad y libertad, indiscutibles y legítimos, así como a sensaciones de vacío, ausencia de ideologías totalizadoras, fragmentación de la vida y tiranía de la imagen fugaz y el sonido musical como lenguaje único de fondo”1.
F. Cruz Kronfly
1. Transformaciones de la sensibilidad y des-ordenamiento cultural
¿Hay algo realmente nuevo en la juventud actual?. Y si lo hay, ¿cómo pensarlo sin mixtificar tramposamente la diversidad social de la juventud en clases, razas, etnias, regiones?. La respuesta a esas preguntas pasa por aceptar la posibilidad de fenómenos trans-clasistas y trans-nacionales, que a su vez son experimentados siempre en las modalidades y modulaciones que introduce la división social y la diferencia cultural. Lo que exige un trabajo de localización de la investigación, que no es el propósito de este texto ya que lo que se propone es algo mucho más limitado: introducir algunas cuestiones cuya ausencia han estado lastrando seriamente la investigación, el debate y las políticas que conciernen a los jóvenes.
Para dibujar un primer campo de procesos en que se insertan los cambios que experimentan los adolescentes y los jóvenes hoy voy a servirme de dos reflexiones especialmente orientadoras. La primera es un libro de Margaret Mead, la antropóloga quizá más influyente que han tenido los Estados Unidos, publicado en inglés el año 70. La segundo corresponde a los provocadores trabajos de Joshua Meyrowitz en los que estudia los cambios que atraviesan las relaciones entre las formas humanas de comunicar y los modos de ejercer la autoridad.
En su libro, Margaret Mead escribe: “nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y juventud, nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Debemos aprender junto con los jóvenes la forma de dar los próximos pasos; Pero para proceder así, debemos reubicar el futuro. A juicio de los occidentales, el futuro está delante de nosotros. A juicio de muchos pueblos de Oceanía, el futuro reside atrás, no adelante. Para construir una cultura en la que el pasado sea útil y no coactivo, debemos ubicar el futuro entre nosotros, como algo que está aquí listo para que lo ayudemos y protejamos antes de que nazca, porque de lo contrario, será demasiado tarde”2.
Lo que ahí se nos plantea es la envergadura antropológica de los cambios que atravesamos y las posibilidades de inaugurar escenarios y dispositivos de diálogo entre generaciones y pueblos. Para ello la autora traza un mapa de los tres tipos de cultura que conviven en nuestra sociedad. Llama postfigurativa a la cultura que ella investigó como antropóloga, y que es aquella en la que el futuro de los niños está por entero plasmado en el pasado de los abuelos, pues la matriz de esa cultura se halla en el convencimiento de que la forma de vivir y saber de los ancianos es inmutable e imperecedera. Llama cofigurativa a la que ella ha vivido como ciudadana norteamericana, una cultura en la que el modelo de los comportamientos lo constituye la conducta de los contemporáneos, lo que le permite a los jóvenes, con la complicidad de su padres, introducir algunos cambios por relación al comportamiento de los abuelos. Finalmente llama prefigurativa a una nueva cultura que ella ve emerger a fines de los años 60 y que caracteriza como aquella en la que los pares reemplazan a los padres, instaurando una ruptura generacional sin parangón en la historia, pues señala no un cambio de viejos contenidos en nuevas formas, o viceversa, sino un cambio en lo que denomina la naturaleza del proceso: la aparición de una “comunidad mundial” en la que hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo, inmigrantes que llegan a una nueva era desde temporalidades muy diversas, pero todos compartiendo las mismas leyendas y sin modelos para el futuro. Un futuro que sólo balbucean los relatos de ciencia-ficción en los que los jóvenes encuentran narrada su experiencia de habitantes de un mundo cuya compleja heterogeneidad no se deja decir en las secuencias lineales que dictaba la palabra impresa, y que remite entonces a un aprendizaje fundado menos en la dependencia de los adultos que en la propia exploración que los habitantes del nuevo mundo tecno-cultural hacen de la imagen y la sonoridad, del tacto y la velocidad.
Además de “la esperanza del futuro”, los jóvenes constituyen hoy el punto de emergencia de una cultura otra, que rompe tanto con la cultura basada en el saber y la memoria de los ancianos, como en aquella cuyos referentes aunque movedizos ligaban los patrones de comportamiento de los jóvenes a los de padres que, con algunas variaciones, recogían y adaptaban los de los abuelos. Al marcar el cambio que culturalmente atraviesan los jóvenes como ruptura se nos están señalando algunas claves sobre los obstáculos y la urgencia de comprenderlos, esto es sobre la envergadura antropológica, y no sólo sociológica, de las transformaciones en marcha.
J. Meyrowitz apoya su trabajo en investigaciones históricas y antropológicas sobre la infancia3, en las que se descubre cómo durante la Edad Media y el Renacimiento los niños han vivido todo el tiempo revueltos con los mayores, revueltos en la casa, en el trabajo, en la taberna y hasta en la cama, y es sólo a partir del siglo XVII que la infancia como tal ha empezado a tener existencia social. Ello merced en gran medida al declive de la mortalidad infantil y a la aparición de la escuela primaria, en la que el aprendizaje pasa de las prácticas a los libros, asociados a una segmentación al interior de la sociedad que separa lo privado de lo público, y que al interior de la casa misma instituye la separación entre el mundo de los niños y el de los adultos. Desde el XVII hasta mediados del siglo XX el mundo de los adultos había creado unos espacios propios de saber y de comunicación de los cuales mantenía apartados a los niños, hasta el punto que todas las imágenes que los niños tenían de los adultos eran filtradas por las imágenes que la propia sociedad, especialmente a través de los libros escritos para niños, se hacía de los adultos. Desde mediados de nuestro siglo esa separación de mundos se ha disuelto, en gran medida por la acción de la televisión que, al transformar los modos de circulación de la información en el hogar rompe el cortocircuito de los filtros de autoridad parental . Afirma Meyrowitz: “Lo que hay de verdaderamente revolucionario en la televisión es que ella permite a los más jóvenes estar presentes en las interacciones de los adultos (...)"Es como si la sociedad entera hubiera tomado la decisión de autorizar a los niños a asistir a las guerras, a los entierros, a los juegos de seducción eróticos, a los interludios sexuales, a las intrigas criminales. La pequeña pantalla les expone a los temas y comportamientos que los adultos se esforzaron por ocultarles durante siglos”4. Mientras la escuela sigue contando unas bellísimas historias tanto de los padres de la patria como de los del hogar - héroes abnegados y honestos, que los libros para niños corroboran- la televisión expone cotidianamente los niños a la hipocresía y la mentira, al chantaje y la violencia que entreteje la vida cotidiana de los adultos. Resulta bien significativo que mientras los niños siguen gustando de libros para niños, prefieren sin embargo - numerosas encuesta hablan de un 70 % y más- los programas de televisión para adultos. Y ello porque al no exigir un código complejo de acceso, como el que exige el libro, la televisión posibilita romper la largamente elaborada separación del mundo adulto y sus formas de control. Mientras el libro escondía sus formas de control en la complejidad de los temas y del vocabulario, el control de la televisión exige hacer explícita la censura. Y como los tiempos no están para eso, la televisión, o mejor la relación que ella instituye de los niños y adolescentes con el mundo adulto, va a reconfigurar radicalmente las relaciones que dan forma al hogar.
Es obvio que en ese proceso la televisión no opera por su propio poder sino que cataliza y radicaliza movimientos que estaban en la sociedad previamente, como las nuevas condiciones de vida y de trabajo que han minado la estructura patriarcal de la familia: inserción acelerada de la mujer en el mundo del trabajo productivo, drástica reducción del número de hijos, separación entre sexo y reproducción, transformación en las relaciones de pareja, en los roles del padre y del macho, y en la percepción que de sí misma tiene la mujer. Es en ese debilitamiento social de los controles familiares introducido por la crisis de la familia patriarcal donde se inserta el des-ordenamiento cultural que refuerza la televisión. Pues ella rompe el orden de las secuencias que en forma de etapas/edades organizaban el escalonado proceso del aprendizaje ligado a la lectura y las jerarquías en que este se apoya. Y al deslocalizar los saberes, la televisión desplaza las fronteras entre razón e imaginación, saber e información, trabajo y juego.
Lo que hay de nuevo hoy en la juventud, y que se hace ya presente en la sensibilidad del adolescente, es la percepción aun oscura y desconcertada de una reorganización profunda en los modelos de socialización: ni los padres constituyen el patron-eje de las conductas, ni las escuela es el único lugar legitimado del saber, ni el libro es el centro que articula la cultura. La lúcida mirada de M.Mead apuntó al corazón de nuestros miedos y zozobras: tanto o más que en la palabra del intelectual o en las obras de arte, es en la desazón de los sentidos de la juventud donde con más fuerza se expresa hoy el estremecimiento de nuestro cambio de época.
2. Visibilidad social y cultural de la juventud en la ciudad
Lo que el rápido mapa trazado avizora es tanto la des-territorialización que atraviesan las culturas, como el malestar en la cultura que experimentan los más jóvenes en su radical replanteamiento de las formas tradicionales de continuidad cultural: más que buscar su nicho entre las culturas ya legitimadas por los mayores se radicaliza la experiencia de desanclaje5 que, según A. Giddens, produce la modernidad sobre las particularidades de los mapas mentales y las prácticas locales. Los cambios apuntan a la emergencia de sensibilidades “desligadas de las figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen ‘la cultura’ y cuyos sujetos se constituyen a partir de la conexión/desconexión con los aparatos”6. En la empatía de los jóvenes con la cultura tecnológica, que va de la información absorbida por el adolescente en su relación con la televisión a la facilidad para entrar y manejarse en la complejidad de las redes informáticas, lo que está en juego es una nueva sensibilidad hecha de una doble complicidad cognitiva y expresiva: es en sus relatos e imágenes, en sus sonoridades, fragmentaciones y velocidades que ellos encuentran su idioma y su ritmo. Estamos ante la formación de comunidades hermenéuticas que responden a nuevos modos de percibir y narrar la identidad, y de la conformación de identidades con temporalidades menos largas, más precarias pero también más flexibles, capaces de amalgamar, de hacer convivir en el mismo sujeto, ingredientes de universos culturales muy diversos.
Quizá ninguna otra figura como la del flujo televisivo7 para asomarnos a las rupturas y las formas de enganche que presenta la nueva experiencia cultural de los jóvenes. La programación televisiva se halla fuertemente marcada, a la vez, por la discontinuidad que introduce la permanente fragmentación –cuyos modelos en términos estéticos y de rentabilidad se hallan en el videoclip publicitario y el musical- y por la fluida mezcolanza que posibilita el zapping, el control remoto, al televidente, especialmente al televidente joven ante la frecuente mirada molesta del adulto, para armar “su programa” con fragmentos o "restos" de deportes, noticieros, concursos, conciertos o films. Más allá de la aparente democratización que introduce la tecnología, la metáfora del zappar ilumina la escena social: hay una cierta y eficaz travesía que liga los modos de ver desde los que el televidente explora y atraviesa el palimpsesto de los géneros y los discursos, con los modos nómadas de habitar la ciudad –los del emigrante al que le toca seguir indefinidamente emigrando dentro de la ciudad a medida que se van urbanizando las invasiones y valorizándose los terrenos, y sobre todo con el trazado que liga los desplazamientos de la banda juvenil que constantemente cambia sus lugares de encuentro a lo largo y ancho de la ciudad.
Y es que por la ciudad es por donde pasan más manifiestamente algunos de los cambios de fondo que experimentan nuestras sociedades: por el entrelazamiento entre la expansión/estallido de la ciudad y el crecimiento/ densificación de los medios masivos y las redes electrónicas. “Son las redes audiovisuales las que efectúan, desde su propia lógica, una nueva diagramación de los espacios e intercambios urbanos”8. La diseminación/ fragmentación de la ciudad densifica la mediación y la experiencia tecnológica hasta el punto de sustituir, de volver vicaria, la experiencia personal y social. Estamos habitando un nuevo espacio comunicacional en el que “cuentan” menos los encuentros y las muchedumbres que el tráfico, las conexiones, los flujos y las redes. Estamos ante nuevos “modos de estar juntos” y unos nuevos dispositivos de percepción que se hallan mediados por la televisión, el computador, y dentro de muy poco por la imbricación entre televisión e informática en una acelerada alianza entre velocidades audiovisuales e informacionales. Los ingenieros de lo urbano ya no están interesados en cuerpos reunidos, los prefieren interconectados. Mientras el cine catalizaba la “experiencia de la multitud” en la calle, pues era en multitud que los ciudadanos ejercían su derecho a la ciudad, lo que ahora cataliza la televisión es por el contrario la “experiencia doméstica” y domesticada: es desde la casa que la gente ejerce ahora cotidianamente su conexión con la ciudad. Mientras del pueblo que se tomaba la calle al público que iba al cine la transición era transitiva, y conservaba el carácter colectivo de la experiencia, de los públicos de cine a las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera estrategia del rating: es de ese cambio que la televisión es la principal mediación. Pues constituida en el centro de las rutinas que ritman lo cotidiano, en dispositivo de aseguramiento de la identidad individual, y en terminal del videotexto, la vídeo compra, el correo electrónico y la teleconferencia, la televisión convierte el espacio doméstico en el más ancho territorio virtual: aquel al que, como afirma certeramente Virilio, "todo llega sin que haya que partir".
A la inseguridad que ese descentramiento del modo de habitar implica, la ciudad añade hoy la expansión del anonimato propio del no-lugar9: ese espacio –centros comerciales, autopistas, aeropuertos- en que los individuos son liberados de toda carga de identidad interpeladora y exigidos únicamente de interacción con informaciones o textos. En el supermercado usted puede hacer todas sus compras sin tener que identificarse, sin hablar con, ni ser interpelado por, nadie. Mientras las "viejas" carreteras atravesaban las poblaciones convirtiéndose en calles, contagiando al viajero del "aire del lugar", de sus colores y sus ritmos, la autopista, bordeando los centros urbanos, sólo se asoma a ellos a través de los textos de las vallas que "hablan" de los productos del lugar y de sus sitios de interés. No puede entonces resultar extraño que las nuevas formas de habitar la ciudad del anonimato, especialmente por las generaciones que han nacido con esa ciudad, sea agrupándose en tribus10 cuya ligazón no proviene ni de un territorio fijo ni de un consenso racional y duradero sino de la edad y del género, de los repertorios estéticos y los gustos sexuales, de los estilos de vida y las exclusiones sociales. Enfrentando la masificada diseminación de sus anonimatos, y fuertemente conectada a las redes de la cultura-mundo de la información y el audiovisual, la heterogeneidad de las tribus urbanas nos descubre la radicalidad de las transformaciones que atraviesa el nosotros, la profunda reconfiguración de la sociabilidad
3. Tecnologías y palimpsestos de identidad
Utilizo la metáfora del palimpsesto para aproximarme a la comprensión de un tipo de identidad que desafía tanto nuestra percepción adulta como nuestros cuadros de racionalidad, y que se asemeja a ese texto en que un pasado borrado emerge tenazmente, aunque borroso, en las entrelíneas que escriben el presente. Es la identidad que se gesta en el movimiento des-territorializador que atraviesan las demarcaciones culturales pues, desarraigadas, las culturas tienden inevitablemente a hibridarse.
Ante el desconcierto de los adultos vemos emerger una generación formada por sujetos dotados de una “plasticidad neuronal” y elasticidad cultural que, aunque se asemeja a una falta de forma, es más bien apertura a muy diversas formas, camaleónica adaptación a los más diversos contextos y una enorme facilidad para los “idiomas” del vídeo y del computador, esto es para entrar y manejarse en la complejidad de las redes informáticas. Los jóvenes articulan hoy las sensibilidades modernas a las posmodernas en efímeras tribus que se mueven por la ciudad estallada o en las comunidades virtuales, cibernéticas. Y frente a las culturas letradas - ligadas estructuralmente al territorio y a la lengua- las culturas audiovisuales y musicales rebasan ese tipo de adscripción congregándose en comunas hermenéuticas que responden a nuevas maneras de sentir y expresar la identidad, incluida la nacional. Estamos ante identidades más precarias y flexibles, de temporalidades menos largas y dotadas de una flexibilidad que les permite amalgamar ingredientes provenientes de mundos culturales distantes y heterogéneos, y por lo tanto atravesadas por dis-continuidades en las que conviven gestos atávicos con reflejos modernos, secretas complicidades con rupturas radicales.
Quizás sea el fenómeno del rock en español el que resulte más sintomático de los cambios que atraviesa la identidad en los más jóvenes. Identificado con el imperialismo cultural y los bastardos intereses de las multinacionales durante casi veinte años, el rock ha adquirido, desde los años 80, una capacidad especial de traducir la brecha generacional y algunas transformaciones claves en la cultura política de nuestros países. Transformaciones que convierten al rock en vehículo de una conciencia dura de la descomposición de los países, de la presencia cotidiana de la muerte en las calles, de la sin salida laboral y la desazón moral de los jóvenes, de la exasperación de la agresividad y lo macabro11. El movimiento del rock latino rompe con la mera escucha juvenil para despertar creatividades insospechadas de mestizajes e hibridaciones: tanto de lo cultural con lo político como de las estéticas transnacionales con los sones y ritmos más locales. De Botellita de Jerez a Maldita Vecindad, Caifanes o Café Tacuba en México, Charly Garcia, Fito Paez o los Enanitos verdes y Fabulosos Cádillac en Argentina, hasta Estados Alterados y Aterciopelados en Colombia. “En tanto afirmación de un lugar y un territorio, este rock es a la vez propuesta estética y política. Uno de los ‘lugares’ donde se construye la unidad simbólica de América Latina, como lo ha hecho la salsa de Rubén Blades, las canciones de Mercedes Sosa y de la Nueva Trova Cubana, lugares desde donde se miran y se construyen los bordes de lo latinoamericano” afirma una joven investigadora colombiana12. Que se trata no de meros fenómenos locales/nacionales sino de lo latinoamericano como un lugar de pertenencia y de enunciación específico, lo prueba la existencia del canal latino de MTV, en el que se hace presente, junto a la musical, la creatividad audiovisual en ese género híbrido, global y joven por excelencia que es el videoclip.
Atravesado por los movimientos que le impone el mercado, desde las disqueras a la radio, en el rock latino se superan las subculturas regionales en una integración ciertamente mercantilizada pero en la que se hacen audibles las percepciones que los jóvenes tienen hoy de nuestras ciudades: de sus ruidos y sus sones, de la multiplicación de las violencias y del más profundo desarraigo. Sin olvidar ese otro fenómeno cultural que son las mezclas de las músicas étnicas y campesino-populares con ritmos, instrumentos y sonoridades de la modernidad musical como los teclados, el saxo y la batería. Ahí el “viejo folklor” no se traiciona ni deforma sino que se transforma volviéndose más universalmente iberoamericano. Aunque producto en buena medida de los medios masivos y de la escenografía de tecnológica de los conciertos esas nuevas músicas vuelven definitivamente urbana e internacional una música cuyo ámbito de origen fue el campo y la provincia.
4. Nuevos lenguajes y formación de ciudadanos
La aparición de un ecosistema comunicativo se está convirtiendo para nuestras sociedades en algo tan vital como el ecosistema verde, ambiental13. La primera manifestación de ese ecosistema es la multiplicación y densificación cotidiana de las tecnologías comunicativas e informacionales, pero su manifestación más profunda se halla en las nuevas sensibilidades, lenguajes y escrituras que las tecnologías catalizan y desarrollan. Y que se hacen más claramente visibles entre los más jóvenes: en sus empatías cognitivas y expresivas con las tecnologías, y en los nuevos modos de percibir el espacio y el tiempo, la velocidad y la lentitud, lo lejano y lo cercano. Se trata de una experiencia cultural nueva, o como W. Benjamin lo llamó, un sensorium nuevo, unos nuevos modos de percibir y de sentir, de oír y de ver, que en muchos aspectos choca y rompe con el sensorium de los adultos. Un buen campo de experimentación de estos cambios y de su capacidad de distanciar a la gente joven de sus propios padres se halla en la velocidad y la sonoridad. No solo en la velocidad de los autos, sino en la de las imágenes, en la velocidad del discurso televisivo, especialmente en la publicidad y los videoclips, y en la velocidad de los relatos audiovisuales. Y lo mismo sucede con la sonoridad, con la manera como los jóvenes se mueven entre las nuevas sonoridades: esas nuevas articulaciones sonoras que para la mayoría de los adultos marcan la frontera entre la música y el ruido, mientras para los jóvenes es allí donde empieza su experiencia musical.
Una segunda dinámica, que hace parte del ecosistema comunicativo en que vivimos, se anuda pero desborda el ámbito de los grandes medios, se trata de la aparición de un entorno educacional difuso y descentrado en el que estamos inmersos. Un entorno de información y de saberes múltiples, y descentrado por relación al sistema educativo que aun nos rige, y que tiene muy claros sus dos centros en la escuela y el libro. Las sociedades han centralizado siempre el saber, porque el saber fue siempre fuente de poder, desde los sacerdotes egipcios hasta los monjes medievales o los asesores de los políticos actualmente. Desde los monasterios medievales hasta las escuelas de hoy el saber ha conservado ese doble carácter de ser a la vez centralizado y personificado en figuras sociales determinadas: al centramiento que implicaba la adscripción del saber a unos lugares donde circulaba legítimamente se correspondían unos personajes que detentaban el saber ostentando el poder de ser los únicos con capacidad de leer/interpretar el libro de los libros. De ahí que una de las transformaciones más de fondo que puede experimentar una sociedad es aquella que afecta los modos de circulación del saber. Y es ahí que se sitúa la segunda dinámica que configura el ecosistema comunicativo en que estamos inmersos: es disperso y fragmentado como el saber puede circular por fuera de los lugares sagrados que antes lo detentaban y de las figuras sociales que lo administraban.
La escuela ha dejado de ser el único lugar de legitimación del saber, pues hay una multiplicidad de saberes que circulan por otros canales y no le piden permiso a la escuela para expandirse socialmente. Esta diversificación y difusión del saber, por fuera de la escuela, es uno de los retos más fuertes que el mundo de la comunicación le plantea al sistema educativo. Frente al maestro que sabe recitar muy bien su lección hoy se sienta un alumno que por ósmosis con el medio-ambiente comunicativo se halla “empapado” de otros lenguajes, saberes y escrituras que circulan por la sociedad. Saberes-mosaico, como los ha llamado A. Moles14, por estar hechos de trozos, de fragmentos, que sin embargo no impiden a los jóvenes tener con frecuencia un conocimiento más actualizado en física o en geografía que su propio maestro. Lo que está acarreando en la escuela no una apertura a esos nuevos saberes sino un fortalecimiento del autoritarismo, como reacción a la pérdida de autoridad que sufre el maestro, y la descalificación de los jóvenes como cada día más frívolos e irrespetuosos con el sistema del saber escolar.
Y sin embargo lo que nuestras sociedades están reclamando al sistema educativo es que sea capaz de formar ciudadanos y que lo haga con visión de futuro, esto es para los mapas profesionales y laborales que se avecinan. Lo que implica abrir la escuela a la multiplicidad de escrituras, de lenguajes y saberes en los que se producen las decisiones. Para el ciudadano eso significa aprender a leer/descifrar un noticiero de televisión con tanta soltura como lo aprende hacer con un texto literario. Y para ello necesitamos una escuela en la que aprender a leer signifique aprender a distinguir, a discriminar, a valorar y escoger donde y cómo se fortalecen los prejuicios o se renuevan las concepciones que tenemos de la política y de la familia, de la cultura y de la sexualidad. Necesitamos una educación que no deje a los ciudadanos inermes frente a las poderosas estratagemas de que hoy disponen los medios masivos para camuflar sus intereses y disfrazarlos de opinión pública.
De ahí la importancia estratégica que cobra hoy una escuela capaz de un uso creativo y crítico de los medios audiovisuales y las tecnologías informáticas. Pero ello sólo será posible en una escuela que transforme su modelo (y su praxis) de comunicación, esto es que haga posible el tránsito de un modelo centrado en la secuencia lineal - que encadena unidireccionalmente grados, edades y paquetes de conocimiento- a otro descentrado y plural, cuya clave es el “encuentro” del palimpsesto y el hipertexto. Pues como ante afirmé el palimpsesto es ese texto en el que un pasado borrado emerge tenazmente, aunque borroso, en las entrelíneas que escriben el presente; y el hipertexto es una escritura no secuencial, un montaje de conexiones en red que, al permitir/exigir una multiplicidad de recorridos, transforma la lectura en escritura. Mientras el tejido del palimpsesto nos pone en contacto con la memoria, con la pluralidad de tiempos que carga, que acumula todo texto, el hipertexto remite a la enciclopedia, a las posibilidades presentes de intertextualidad e intermedialidad. Doble e imbricado movimiento que nos está exigiendo sustituir el lamento moralista por un proyecto ético: el del fortalecimiento de la conciencia histórica, única posibilidad de una memoria que no sea mera moda retro ni evasión a las complejidades del presente. Pues sólo asumiendo la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura es que la escuela puede hoy interesar a la juventud e interactuar con los campos de experiencia que se procesan esos cambios: desterritorialización / relocalización de las identidades, hibridaciones de la ciencia y el arte, de las literaturas escritas y las audiovisuales: reorganización de los saberes y del mapa de los oficios desde los flujos y redes por los que hoy se moviliza no sólo la información sino el trabajo, el intercambio y la puesta en común de proyectos, de investigaciones científicas y experimentaciones estéticas. Sólo haciéndose cargo de esas transformaciones la escuela podrá interactuar con las nuevas formas de participación ciudadana que el nuevo entorno comunicacional le abre hoy a la educación.
Por eso uno de los más graves retos que el ecosistema comunicativo le hace a la educación reside en planearle una disyuntiva insoslayable: o su apropiación por la mayoría o el reforzamiento de la división social y la exclusión cultural y política que él produce. Pues mientras los hijos de las clases pudientes entran en interacción con el ecosistema informacional y comunicativo desde el computador y los videojuegos que encuentran en su propio hogar, los hijos de las clases populares - cuyas escuelas públicas no tienen, en su inmensa mayoría, la más mínima interacción con el entorno informático, siendo que para ellos la escuela es el espacio decisivo de acceso a las nuevas formas de conocimiento- están quedando excluidos del nuevo espacio laboral y profesional que la actual cultura tecnológica ya prefigura.
Abarcando la educación expandida por el ecosistema comunicativo y la que tiene lugar en la escuela, el chileno Martín Hopenhayn traduce a tres objetivos básicos los “códigos de modernidad”15. Esos objetivos son: formar recursos humanos, construir ciudadanos y desarrollar sujetos autónomos. En primer lugar, la educación no puede estar de espaldas a las transformaciones del mundo del trabajo, de los nuevos saberes que la producción moviliza, de las nuevas figuras que recomponen aceleradamente el campo y el mercado de las profesiones. No se trata de supeditar la formación a la adecuación de recursos humanos para la producción, sino de que la escuela asuma los retos que las innovaciones tecno-productivas y laborales le plantean al ciudadano en términos de nuevos lenguajes y saberes. Pues sería suicida para una sociedad alfabetizarse sin tener en cuenta el nuevo país que productivamente está apareciendo. En segundo lugar, construcción de ciudadanos significa que la educación tiene que enseñar a leer ciudadanamente el mundo, es decir tiene que ayudar a crear en los jóvenes una mentalidad crítica, cuestionadora, desajustadora de la inercia en que la gente vive, desajustadora del acomodamiento en la riqueza y de la resignación en la pobreza. Es mucho lo que queda por movilizar desde la educación para renovar la cultura política, de manera que la sociedad no busque salvadores sino genere sociabilidades para convivir, concertar, respetar las reglas del juego ciudadano, desde las de tráfico hasta las del pago de impuestos. Y en tercer lugar la educación es moderna en la medida en que sea capaz de desarrollar sujetos autónomos. Frente a una sociedad que masifica estructuralmente, que tiende a homogeneizar incluso cuando crea posibilidades de diferenciación, la posibilidad de ser ciudadanos es directamente proporcional al desarrollo de los jóvenes como sujetos autónomos, tanto interiormente como en sus tomas de posición. Y libre significa jóvenes capaces de saber leer/descifrar la publicidad y no dejarse masajear el cerebro, jóvenes capaces de tomar distancia del arte de moda, de los libros de moda, que piensen con su cabeza y no con las ideas que circulan a su alrededor.
Si las políticas sobre juventud no se hacen cargo de los cambios culturales que pasan hoy decisivamente por los procesos de comunicación e información están desconociendo lo que viven y cómo viven los jóvenes, y entonces no habrá posibilidad de formar ciudadanos, y sin ciudadanos no tendremos ni sociedad competitiva en la producción ni sociedad democrática en lo político.
Notas:
1. F.Cruz Cronfly, La sombrilla planetaria, p.60, Planeta,Bogotá,1994
2. M.Mead, Cultura y compromiso, ps 105 y 106, Granica, Buenos Aires,1971.
3. Ph.Ariés, L’enfant et la vie familial sous l’Ancien Regime,Plon,Paris, 1960; M-Mead, Chlidwood in Contemporary Cultures, University of Chicago, Press,1955
4. J. Meyrowitz, No Sense of Place,p. 447, University of New Hamsphire,1992
5. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad, p.32 y ss, Alianza, Madrid,1994
6. S. Ramirez/S. Muñoz, Trayectos del consumo, p.60, Univalle, Cali, 1995; S.Ramirez, “Cultura, tecnologías y sensibilidades juveniles”, Nomadas, Nº 4, Bogotá,1996
7. G. Barlozzetti (Ed.), Il Palinsesto: testo, apparati y géneri della televisione, Franco Angeli, Milano, 1986
8. N. Garcia Canclini, “Culturas de la ciudad de México: símbolos colectivos y usos del espacio urbano”, in El consumo cultural en México p.49, Conaculta, México, 1993
9. M. Augé, Los “no lugares”. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 1993
10. Ver a ese respecto: M. Maffesoli, El tiempo de las tribus, Icaria, Barcelona,1990; J.M. Perez Tornero y otros, Tribus urbanas: el ansia de identidad juvenil, Paidos, Barcelona, 1996
11. L. Brito Garcia, El imperio contracultural. Del rock a la postmodernidad, Nueva sociedad, Caracas, 1994
12. A. Rueda, Representaciones de lo latinoamericano: memoria, territorio y transnacionalidad en el videoclip del rock latino”, Tesis,Univalle,Cali, 1998
13. J. Martín Barbero, “Heredando el futuro. Pensar la educación desde la comunicación”, Nómadas N· 5, Bogotá,1996
14. A. Moles, Sociodinámica de la cultura, Paidos, Buenos Aires, 1978
15. M. Hopenhayn, “La enciclopedia vacía. Desafíos del aprendizaje en tiempo y espacio multimedia”, Nómadas N· 9.

Tomado de Pensar Iberoamérica, revista de cultura, www.oei.es/pensariberoamerica/ric00a03.htm