La ética del idioma
En el monasterio de Yuso, en San Millán de la Cogolla, venerable cuna del español, tuvo lugar en mayo el IX Seminario Internacional de Lengua y Periodismo sobre El español del futuro en el periodismo de hoy.Convocado por la Fundación Fundéu BBVA, lo inauguró la entonces princesa Letizia, quien resaltó la importancia del rigor en el quehacer periodístico. Hubo excelentes intervenciones, discusiones originales, y una visita a las bodegas del “bon vino”, que ya celebraba Gonzalo de Berceo.Mi intervención fue una aproximación a ciertas preguntas acuciantes, cuya eventual respuesta no es (sola, ni principalmente) asunto de corrección gramatical, claridad del estilo o elegancia expresiva: pertenece al universo de la ética. Como un Cristóbal Colón verbal e intelectual, nuestra lengua se ha adentrado en un territorio sin cartografías seguras: el océano verbal de Internet. ¿En qué lugar nos encontramos? ¿Llegaremos a puerto seguro? ¿Nos espera en el futuro una conversación creativa que exprese la realidad, por más compleja que sea, la mejore y la libere, o un retorno maléfico —opresivo, empobrecedor— a la Torre de Babel?Todos (o casi todos) estamos embarcados en esta travesía. No por casualidad se acuñó el término “navegar” para la operación de aventurarse en la Red. Navegamos en ella para comunicarnos con familiares, con amigos reales y virtuales; navegamos para atrapar noticias, curiosidades, imágenes; navegamos para emitir opiniones, para recibirlas, para participar en la plaza pública. Al navegante creativo, al que no espera solo la información sino que discurre sus propios mapas, se le abren inmensas posibilidades de expandir la realidad (y la conciencia de la realidad). Y para el emisor de información, las potencialidades de esta era pueden ser, ya son, generosas y múltiples.Pero no nos deslumbremos demasiado con la revolución de la que formamos parte porque, como todas las revoluciones, puede terminar creando monstruos y devorando a sus hijos. Hay peligros de toda índole en esta travesía. Aquí me importa referirme a los peligros morales: el riesgo de que esta conversación universal se degrade por falta de un código ético que, respetando la libertad de expresión —madre de todas las libertades— introduzca un mínimo de respeto y racionalidad en ese mar que, por su potencial violencia, puede ahogarnos a todos.No son pocos ni triviales los vicios éticos en los que se incurre en el uso de las redes, ya sea en los comentarios al pie de un texto periodístico o en las interpelaciones anónimas en Twitter o Facebook. No me refiero a la violencia verbal, triste pero inevitable. Hoy leemos lo que antes sólo se musitaba en el silencio. La gente maldice, la gente insulta. Hay algo sano en ese desahogo, algo liberador, sobre todo en pueblos como los nuestros, habituados a callar y obedecer, no a opinar o disentir sobre los asuntos públicos. Ahora vivimos la abolición de las viejas jerarquías, el debilitamiento de las burocracias, la posibilidad real de una comunicación horizontal entre el ciudadano común y el encumbrado. Fuenteovejuna en la Red.Pero leamos con más detenimiento otros tipos de violencia que van más allá de la justa o injusta indignación, de la protesta legítima y airada, de la maldición tan antigua como la Biblia. La travesía se adentra en zonas oscuras: los dominios de la mala fe.El mar encrespado al que aludo es el llamado “discurso del odio”. Sus armas son muy conocidas, y pueden ser letales. Ante todo, la mentira y la calumnia, cuyo ominoso profeta fue Goebbels: “Repite una mentira mil veces y se volverá verdad”. Contamos, claro, con el recurso de la réplica instantánea en la Red, pero ¿qué ocurre cuando el discurso del odio va más allá, cuando se convierte en una incitación abierta o tácita a la violencia? Sucede cada vez más, el tránsito de la violencia verbal a la violencia real. Las redes pueden convocar movilizaciones pacíficas, liberadoras; también pueden atizar hogueras.¿Cómo hacer frente al discurso del odio, veneno moral de nuestro tiempo? Ante todo, es preciso analizarlo con claridad, entender su naturaleza, medir sus efectos. A partir de allí establecer un diálogo con las grandes corporaciones que proveen estos servicios para que ellas mismas discurran soluciones inteligentes e impidan que sus creaciones se conviertan en los Frankenstein del siglo XXI. Importa también alentar el debate jurídico sobre el tema. No es sencillo. Potencialmente compromete a la libertad de expresión, que es un valor cardinal de Occidente. Pero sabemos por la experiencia del siglo XX los estragos a los que lleva la prédica del odio.El discurso del odio no solo se finca en la mala fe. Si así fuera, sería más sencillo combatirlo. Se finca a veces en la simple fe, exacerbada al extremo de la intolerancia por los fanatismos de la identidad, ya sea religiosa, racial, nacional, ideológica. Y por si fuera poco, asociados en ocasiones a esos antiguos fanatismos que han resurgido en nuestros días están los malos hábitos intelectuales. En la Red, es verdad, uno encuentra ejemplos de crítica dura, implacable, irreductible, acaso injusta o arbitraria, pero mínimamente fundamentada, racional. No obstante, lo que por desgracia prolifera es la mala crítica, hija de la mala fe. Sus vicios no son privativos de nuestros países ni de nuestra lengua. Están en todas partes. Pero es importante identificarlos, porque son el herramental del discurso del odio.Cada categoría merece un análisis de fondo. Está el “doble rasero” para juzgar los hechos, tan antiguo como el Evangelio, que por ver la paja en el ojo ajeno, no ve la viga en el propio. Está la “homologación” de hechos no homologables (como el uso vulgar de la palabra “genocidio” que acaba por privar de sentido a los verdaderos genocidios). Están a la mano —omnipresentes, vastas y tan fáciles— las teorías de la conspiración, que en 140 caracteres explican el mundo por la oscura acción de los malos. Está el reduccionismo ramplón, las cortinas de humo que ocultan la verdad, las tontas simplificaciones, las absurdas exageraciones, el victimismo paranoico, el tentador maniqueísmo, el ataque ad hóminem.¿Qué hacer frente a esta fauna que enturbia el presente y amenaza el futuro de nuestra navegación? ¿Cómo dotar a nuestra lengua, en el espacio cibernético, de valores tan esenciales como la transparencia, la claridad, la tolerancia y el rigor?Un remoto bisnieto de España, de aquella España que se llamó Sefarad, anticipó algunas respuestas. Me refiero a Benedicto de Spinoza. Descendía como se sabe de aquellos judíos expulsados de España en 1492, para quienes la lengua española se volvió tan entrañable que la seguirían usando y añorando a través de los siglos. Este filósofo universal que vivió en tiempos similares a los nuestros —tiempos de fanatismo, tiempos de odio— predicaba en sus libros una “enmienda intelectual” basada en el examen “claro y distinto” de las pasiones como vía para comprenderlas y explicarlas, y derivar de ese conocimiento la genuina libertad. Esa es, me parece, la cartografía que necesitamos dentro y fuera de la Red: una enmienda intelectual para nuestro tiempo.
Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.
Contra el rebaño digital
Jaron Lanier
Traducción de I. Gómez Calvo. Debate. 256 pp.,19'90 euros
MICHIKO KAKUTANI | Publicado el 02/12/2011 |
El libro de Jaron Lanier es una lectura imprescindible para cualquiera al que le interese cómo la red y la tecnología que utilizamos a diario están remodelando la cultura y el mercado.
Por Michiko Kakutani (del New York Times)
En 2006, el artista e ingeniero informático Jaron Lanier (NY, 1960) publicó un ensayo incisivo, rompedor y muy controvertido sobre "el maoísmo digital”, acerca de los aspectos negativos del colectivismo digital y la consagración de "la sabiduría del rebaño” por los entusiastas de la Web 2.0. En él, Lanier sostenía que el diseño (o ratificación) por un comité no suele tener como resultado el mejor producto, que los nuevos valores y actitudes colectivistas -encarnados por todo, desde Wikipedia hasta Operación Triunfo, pasando por las búsquedas de Google- disminuyen la importancia y la singularidad de la voz individual, y que la "mentalidad de colmena” puede desembocar fácilmente en la ley de la calle.
Ahora Lanier amplía esta tesis todavía más, analizando las repercusiones que “el totalitarismo cibernético” tiene para nuestra sociedad en general. Aunque alguna de sus sugerencias para abordar estos problemas se adentran en un pantano técnico que el lector lego en la materia tendrá dificultad para seguir, la mayor parte del libro es lúcido, poderoso y persuasivo. Es una lectura imprescindible para cualquiera al que le interese cómo la red y la tecnología que utilizamos a diario están remodelando la cultura y el mercado.
Jaron Lanier, un pionero en el desarrollo de la realidad virtual y un veterano de Silicon Valley, no tiene nada de ludita antitecnológico, como han insinuado algunos de sus detractores. Es alguien que conoce bien el mundo digital y quiere defender "un nuevo humanismo digital”. Y es que, según él, corremos el riesgo de que las decisiones de los ingenieros informáticos determinen el comportamiento de los usuarios y queden “congeladas por un proceso conocido como enganche”. Esto es, del mismo modo que las decisiones sobre las dimensiones de las vías del tren determinaron el tamaño y la velocidad de los trenes durante décadas, las decisiones que se toman actualmente sobre el diseño de programas podrían tener como resultado "normas definitorias e incambiables” durante muchas generaciones.
Las decisiones tomadas en los años de formación de las redes informáticas, por ejemplo, promovían el anonimato digital, y a lo largo de los años, sostiene Lanier, a medida que millones de personas empezaron a usar la Red, el anonimato ha dado alas al lado oscuro de la naturaleza humana. Han prosperado los ataques maliciosos y anónimos contra individuos e instituciones, y lo que Lanier denomina una “cultura del sadismo” se ha vuelto dominante. En algunos países, el anonimato y el comportamiento de rebaño han tenido como consecuencia verdaderas cazas de brujas. “En 2007”, relata, “una serie de mensajes de La letra escarlata en China incitaron a las multitudes de internet a dar caza a los acusados de adulterio. En 2008, la atención se centró en los que simpatizan con el Tibet”.
Lanier señala sensatamente que la "sabiduría del rebaño” es un instrumento que debería utilizarse de manera selectiva, en vez de ser glorificado por sí mismo. Sobre Wikipedia escribe que “es estupendo que ahora disfrutemos de la cooperación en la cultura popular”, pero añade que los valores y actitudes del sitio ratifican la noción de que la aportación individual -incluso la de un experto- es prescindible, y “la idea de que el colectivo está más cerca de la verdad”. Se queja de que Wikipedia suprime las voces individuales, e igualmente afirma que el rígido formato de Facebook convierte a los individuos en “identidades de respuestas múltiples”.
Al igual que Andrew Keen en The Cult of the Amateur [El culto del Aficionado], Lanier es elocuente respecto a cómo la propiedad intelectual se ve amenazada por la economía del contenido gratis en Internet, la dinámica de rebaño y la popularidad de los sitios de agregación. “Una impenetrable sordera impera en Silicon Valley en lo referente a la idea de la autoría”, escribe, recordando la predicción que hizo en 2006 el director de Wired, Kevin Kelly, de que el escaneado masivo de libros crearía un día una biblioteca universal en la que ningún libro sería una isla; a efectos prácticos, un texto monumental que puede buscarse y remezclarse en la Red.
“Podría empezar a suceder en la próxima década, o así”, escribe Lanier. “Google y otras empresas están escaneando libros de todas las bibliotecas en la nube como parte de un enorme Proyecto Manhattan de digitalización cultural. Lo que ocurra a continuación será crucial. Si se accede a los libros en la nube a través de interfaces de usuario que fomenten mezclas de fragmentos que oscurezcan el contexto y la autoría de cada uno de ellos, no habrá más que un solo libro. Esto es lo que ya sucede con gran parte del contenido; a menudo, no se sabe de dónde procede una cita de una noticia, quién escribió un comentario, o quién grabó un video”.
Aunque esta evolución pueda parecer buena para los consumidores -¡tantas cosas gratis!- hace que a la gente le resulte difícil discernir la fuente, el punto de vista y el grado de tergiversación de un determinado fragmento con el que tropiezan en la Red. Además, anima a los productores de contenidos, en palabras de Lanier, “a tratar los frutos de sus intelectos e imaginaciones como fragmentos para dárselos a la mente-colmena sin recibir dinero a cambio”.
Unos cuantos afortunados, señala, pueden beneficiarse de la configuración del nuevo sistema, reinventando sus vidas en narrativas “de mercadotecnia todavía novedosa”. Es el caso, por ejemplo, de Diablo Cody, “que trabajó como artista de striptease, capaz de escribir un blog y llamar la atención lo suficiente como para obtener un contrato para escribir un libro, y encima tener la oportunidad de que conviertan su guión en una película (en este caso, la muy aclamada Juno). Sin embargo, teme que “la inmensa mayoría de periodistas, músicos, artistas y cineastas se arriesguen a que su carrera caiga en el olvido por culpa de nuestro fracasado idealismo digital”.
Paradójicamente, los mismos medios de comunicación antiguos que están siendo destruidos por la Red dan pie a una cantidad sorprendente de charlas digitales. "Los comentarios sobre programas de televisión, películas importantes, estrenos musicales comerciales y videojuegos deben de originar casi el mismo tráfico de bits que el porno”, comenta Jaron Lanier. “Eso no es malo, desde luego, pero si la Red está matando a los viejos medios de comunicación, nos enfrentamos a una situación en la que la cultura se está comiendo de hecho su provisión de semillas”.
En otros pasajes de este provocador libro, que seguramente levantará polémica, va aún más lejos e insinúa que “un malestar nostálgico se ha apoderado de la cultura popular”, que “la cultura de Internet está dominada por mezclas triviales de la cultura que existía antes del comienzo de las mezclas, y por las respuestas de los aficionados a los cada vez más escasos destacamentos de los medios de comunicación centralizados”. La cultura digital, prosigue, “es una cultura de reacción sin acción” y las reflexiones de que “estamos entrando en un periodo de calma transitorio antes de una tormenta creativa” no son más que eso, reflexiones. “La triste verdad”, concluye, “es que no estamos viviendo una calma pasajera antes de la tormenta. En lugar de eso, hemos caído en una somnolencia persistente, y he llegado a creer que sólo nos libraremos de ella cuando matemos a la colmena”.
Bibliografía.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario